La escuela del Maestro Flores (III): Las clases

martes, 13 de mayo de 2008

En la Plaza de Navarro Rodrigo, acera oeste, en una planta baja,
se encontraba la escuela del maestro Flores.

Viene de parte I y parte II

Hasta el momento, hemos hablado del local donde se instaló el maestro Flores y su pasante Don Wigberto Ruiz Pérez ("en la Plaza de Navarro Rodrigo, acera oeste, en una planta baja", esos son los datos que tenemos) además de los libros de texto y material escolar que utilizaban a principios del siglo XX (Juanito, la doctrina cristiana de Ripalda y la caligrafía de Paluzie) siguiendo el libro de Rafael Establier, Añoranzas y recuerdos benaluenses. Pero todavía no hemos hablado de las clases y de la recia figura del inolvidable maestro Flores, que como ya hemos comentado, dio nombre a la calle de San Agatángelo durante la Segunda República.

Los pupitres del aula tenían unos agujeros en su parte derecha que servían para situar los tinteros de plomo, de quita y pon. Rafael Establier nos habla de los "dictados" o la caligrafía. Uno de los chicos de la clase, que tenía como un honor efectuar esta misión, cogía una botella de tinta violeta, fabricada por el mismo maestro, e iba vertiendo en cada tintero de plomo, una cantidad de tinta suficiente para mojar en ella las plumas metálicas de los palilleros. Cuando se terminaban los ejercicios escritos, el mismo chico, cogía de nuevo la botella, le ponía en su boca un embudo de lata para facilitar el vertido y, pasando por cada mesa, volcaba de nuevo la tinta de los tinteros en la botella, con el menor derrame posible, pero a pesar de todas estas precauciones, el servidor de la tinta y los alumnos se ponían perdidos de manchas, aunque muchos de ellos llevaban delantales de colores oscuros para disimular manchones. Cabe destacar que en las gradas formadas por los escalones de madera, contra la pared, los alumnos cantaban a coro las letras del abecedario, los números, los meses del año, los días de la semana y otras muchas cosas más que a fuerza de repetición, las iban aprendiendo.

Pero también había castigos corporales propios de la educación de la época, aunque como nos dice Establier, los castigos que nos habían narrado las novelas inglesas del XIX ya no estaban en uso tan terriblemente, y las penalidades (copio textual) "fueron dulcificándose". Leamos a Rafael Establier:

(...) al empezar nuestro siglo, todavía se castigaba a los chicos con uno o varios golpes de puntero o palmeta. Nuestro maestro [Flores] tenía sobre su mesa varios punteros redondos fabricados en madera dura y de unos cincuenta centímetros de largo, y cuando desde la atalaya de su estrado, vislumbraba a cualquiera de los alumnos cometiendo una falta o estaba distraído y ajeno a las explicaciones que él daba, su voz estentórea acusaba: ¡Manolín, suba usted al estrado!
Para cumplir el castigo, siempre nos hablaba de usted, sin duda para hacer más espectacular el acto del castigo y para que éste impresionase más, mucho más, a la concurrencia infantil.
Manolín subía al estrado, sabiendo lo que le esperaba, y cuando llegana junto al maestro, éste, inexorablemente le ordenaba: ¡Ponga usted las mano!, y cogiéndole la punta de los dedos, le soltaba un palmetazo, que yo, por haberlos sufrido varias veces, conozco bien el daño que hacía. El castigado marchaba de nuevo a ocupar su asiento, y para mitigar su dolor, metiéndose la mano golpeada bajo el sobaco; unos desfilaban llorando, y otros, entre los que me contaba yo, más estoicos y sufridos, marchaban a sus puestos, sonriendo y desafiantes, como si el punterazo no hubiese sido por él.

Además de esta penalidad existían otras como escribir varias planas de palotes y ganchos, o determinadas letras del cuaderno de otrografía de Paluzie, o incluso tener que permanecer una hora de pie y cara a la pared. Según Establier, "preferíamos el palmetazo a estar una hora sin hablar con nadie y cara a la pared". Con todo, ya os conté que el recuerdo al maestro Flores es muy grato, pues la escuela y el maestro eran "de lo mejor que entonces existía", y el propio Establier pide el nombre de una calle o un homenaje al maestro pues no lo tuvo en vida a pesar de su férrea labor educativa.

Martínez-Mena en Centenario, pincelada cultural. Benalúa en Alicante, Alicante en Benalúa observa que podemos decir que a pesar de todas las escuelas que ha tenido el barrio, la más singular, la primera y la que ha permanecido en la mente de muchos es la escuela del maestro Flores, hombre muy riguroso. Tanto, que las vacaciones de Navidad duraban sólo tres días, y los alumnos tarareaban:

Don Francisco Flores,
haga usted el favor de cerrar la Escuela
hasta el día dos.
Y si no la cierra yo la cerraré
con una llavecita que yo haré.
(Antonio Mateo, alumno.)

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4 comentarios:

Rubén Bodewig dijo...

Seguro que después de esas clases tan duras, los chiquillos disfrutaban muchísimo jugando entre los pinos, en la placeta, en las calles sin coches de Benalúa...
si hoy la placeta es una algarabía, entonces sería un auténtico paraíso para jugar.
Y bajar por benalúa sur a corretear entre las chimeneas o ir hasta la playa a ver pasar los trenes... qué gozada

Ernesto Martín Martínez dijo...

La verdad es que la escuelita del maestro Flores tuvo que ser un icono para los primeros benaluenses. Desde esa hay muchísimas más (incluidas las guarderías infantiles que hay por el barrio actualmente) y va a ser todo un placer recuperarlas. En ello estamos!

Ernesto Martín Martínez dijo...

Y es que muchas veces no entendemos el concepto de PUEBLO que ha tenido siempre el barrio y sobre todo en sus orígenes, porque Benalúa era otra cosa, y parafraseando una frase que le va a encantar a Ruben, y no tanto a mí, Benalúa siempre ha sido "més que un barri".
Observo esto cuando releo los materiales de los primeros benaluenses, que hablaban del barrio como una entidad con tanta personalidad, que sobrepasaba el mero sobrenombre de barrio o circunscripción.

Juan dijo...

no hace falta irse muy lejos para estar una hora cara a la pared.... yo he estado muchas veces.... jajaja

Enhorabuena Ruben!
Saludos!

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